martes, 23 de junio de 2015

EL HOMBRE SIN EL HOMBRE






Si consiguiéramos abstraernos de nuestra naturaleza y seguir un patrón de tiempo para asignarle a alguien o a algo la propiedad del planeta Tierra, podríamos decir que pertenece a los dinosaurios, y no al hombre (al menos ellos estuvieron aquí 150 millones de años, más del doble del tiempo que ha pasado desde que apareciese el primer primate). Pero el ser humano no puede ser sin el ser humano, y todos sentimos —algunos incluso lo creen conscientemente— que la Tierra siempre fue nuestro hogar: una de esas realidades que la mente hace suyas de la forma en que admite la muerte: sabemos que llegará, pero no lo creemos, siempre hay un posible resquicio para la salvación.

Nuestra ciencia de ahora, musculosa e invencible, es la misma ciencia, ya sepultada, de las grandes civilizaciones extintas: sociedades como la romana, que se creyeron eternas, sucumbieron al tiempo como lo haremos todos —uno piensa en esos huesos para los que Roma es, y siempre será, lo único posible—.

Desde nuestra perspectiva, resulta risible observar a dos ratones peleando por un pequeño trozo de manzana, pero qué diferencia hay si esto ocurre entre dos hombres que llegan incluso a matarse por una religión. Tal vez nos quede la humilde y cobarde reflexión que haría ese pequeño roedor entre sus barrotes: si me resulta imposible saber lo que hay más allá, me conformaré con pensar que la existencia se limita a los límites conocidos de mi jaula, y seré feliz, porque no hay verdad que no conozca. 

Seguramente, mientras esto dure, habrá guerra y desenlace, extinción y principio: “Quitar una venda no es abrir unos ojos”, decía uno de mis poemas, porque aunque nos quitemos la venda ante tanta grandiosidad, somos infinitamente pequeños, e incapaces de ver lo que hay más allá de nosotros mismos.

Si consiguiéramos abstraernos de nuestra naturaleza y seguir un patrón de tiempo para hablar en términos generales de lo que —una vez apagado el sol— ha sido el planeta Tierra, ni siquiera haría falta nombrarnos.

Somos así de insignificantes.  

 DAVID MINAYO , junio de 2015






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