viernes, 8 de noviembre de 2013

POESÍA E IMITACIÓN, ARTE Y REALIDAD, de David Minayo



 
    La poesía —como todas las artes— es imitación: la imitación del mundo que nos rodea, de la realidad y sus extremos, que subyacen incluso en el más puro surrealismo. Es uno de los múltiples lenguajes artísticos disponibles, capaz de convertir, tan sólo con la palabra, la despedida de dos amantes en un instante literario.  La única limitación del poeta —y de cualquier otro artista— es la realidad, a la que está condenado. Por otro lado, definirse más allá de ella supondría no ser entendido ni alcanzar la empatía necesaria para causar emoción.

   Mi primer libro —El amor en tiempos de los desguaces de coches, que publica Ediciones Vitruvio en enero de 2014— comienza con una cita de Ignacio de Luzán (escritor y crítico del siglo dieciocho que teorizaba sobre el Neoclasicismo), que viene a explicar lo que acabo de decir: 
    La dulzura poética consiste y se funda en la moción de afectos, los cuales, si son verdaderos, lastiman o entristecen; imitados, deleitan: como deleita la pintura de un fiero dragón, que vivo causaría horror y espanto.

    El poeta, por tanto, debe ser primero un gran observador, arrinconar las imágenes en su fuero profundo, madurarlas, enfocarlas de forma correcta —porque casi todo vale según se aborde— y hacer un poco de magia con ellas, convertirlas en uno mismo como se mezcla la fruta exprimida con el vaso que la contiene, donde después de beber siempre quedan los restos.

    El sentimiento es la forma más pura de escribir poesía, pero también la más arriesgada, porque se debe saber convertir al verso lo que nos dicta nuestro interior, algo que, principalmente, se consigue con la lectura y la práctica, porque, por mucho que nos empeñemos, no es poeta todo aquél que escribe versos, sino el que sabe plasmar lo que quiere con el lenguaje que debe. 

    Como digo, la poesía no es sólo recurrir a la palabra corazón —ese músculo hueco que a todos nos late— cuando queremos hablar de relaciones pasadas, o nombrar a la luna si la noche se nos mete en la habitación y queremos expresar una distancia. Se trata de despertar la sensibilidad del lector y conseguir que el poema sea un todo cerrado y sin fisuras, que cada palabra esté en el lugar que debe y cada silencio ocupe su propia sepultura, que la mano que pasa la página acabe pensando en sí misma, y que ese pensamiento, tan necesario, se refleje en el poema; cosa, por otro lado, que se antoja bastante difícil.


    Por tanto, podemos escribir un poema de amor y recurrir a unos zapatos viejos, a un autobús vacío o a unos afilados cristales rotos, cualquier cosa vale. Una forma de hacerlo —la que suelo utilizar— es buscar lo que nos define en torno al tema que desarrollas, lo que nos hace iguales y puede despertar aquello que marca la tragedia aristotélica: la Catarsis. El lector tiene que cambiar con el poema, dejar de ser el mismo por un instante y convertirse en un híbrido, una mezcla entre el poeta y él. 

    Resulta difícil, porque muchas veces acaba invadiéndote el sentimiento de que todo lo que vas a hacer ya se ha hecho antes, y que por mucho que intentes buscar una forma propia siempre acabas pareciéndote a alguien. Pero no debes desanimarte, todo conlleva su tiempo.

    De cualquier modo, decir poesía puede ser soledad, un rincón determinado y un pensamiento recurrente, una forma de vida y la necesidad que aparece cuando el alma —o lo que nos mueve por dentro— necesita gritar. 

    El peor enemigo del artista es la afonía.

DAVID MINAYO, 2013


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